Adoración y el misterio
del sacerdocio real
En las dos semanas anteriores, se
analizó el misterio de la adoración. Sigamos adorando; continuemos buscando
pequeños momentos para guardar silencio y escondernos
un ratito en Dios. Cuando adoramos tocamos nuestra fuente, que es Dios, y
nuestro espíritu puede respirar, puede sobrepasar el condicionamiento habitual
y descansamos en Dios. En efecto, cuando nuestra alma respira gracias a la
adoración, el Espíritu Santo nos puede regalar momentos de serenidad y de paz.
No hablo de una “tranquilidad” psicológica, sino de una realidad mucho más
profunda: una alegría, una paz que son un don directo de Dios. Podemos tener
grandes preocupaciones e incluso fragilidades psicológicas; podemos estar en
medio de luchas familiares o de pugnas en el trabajo; podemos estar “agitados”,
nerviosos o muy estresados. Eso es normal. En la vida siempre habrá momentos
difíciles, y otros momentos maravillosos en los que todo va muy bien. Es
normal, así es la vida. Pero cuando adoramos, cuando nos refugiamos en Dios,
nuestro principio y fuente, podemos experimentar una paz sobrenatural
maravillosa.
Y eso hace toda la diferencia. Hay personas que, por no
adorar, por no llevar una vida sacramental y de oración, se “hunden” por
cualquier cosa. Se “ahogan en vasos de agua”, como dice el refrán. Son personas
que con el tiempo no tienen esperanza, y eso es muy doloroso. Es gente que
sufre internamente y se está desgarrando por dentro. No conocen o no han
experimentado el amor maravilloso y gratuito de Dios. O no creen en Dios, o
para ellos es un ente lejano, abstracto, una idea nada más, o también puede que
se hayan quedado con una visión primitiva y equivocada de Dios: creen que Él es
justiciero, castigador, vengativo, incluso malo. Y estas personas son las
ovejas descarriadas, que han sido confundidas y arrastradas por el demonio
hacia terrenos donde sólo hay tinieblas, donde no hay esperanza, donde la luz
parece no brillar… Piensan que no hay remedio o que no hay escape a sus
problemas. Están convencidos que así es la vida y ya. ¡No saben que hay un
Salvador, un Redentor que nos ama y que ha dado su vida por ellos!
Los humanos no nos podemos salvar a nosotros mismos.
Necesitamos un Redentor, alguien que nos dé fuerzas y nos dé un alimento espiritual
que nutra nuestra alma. Y este Redentor es Jesús. Ya lo dijo el Apóstol San
Pedro en medio de los escribas, ancianos y los Sumos sacerdotes Anás, Caifás,
Jonatán y Alejandro, cuando lleno del Espíritu Santo se puso a predicarles
sobre Jesús: “Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el
que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4, 12), les dijo con determinación.
Como
Misioneros de Conversión, estamos llamados a la santidad. Todo hombre y toda
mujer, estemos sanos o enfermos, seamos ricos, pobres o de clase media,
ancianos, niños, niñas, o seamos jóvenes, estamos llamados a la santidad.
Todos. La santidad es un llamado para todo hijo de Dios, y Dios quiere que
todos recibamos el Bautismo. Pero como Misioneros de Conversión, esta llamada a
la santidad es quizá más urgente.
¿Por qué urgente? Porque estamos en una guerra espiritual por las almas de
aquellos que no conocen el amor de Dios y que en consecuencia viven en medio de
las tinieblas y de la desesperación más profunda. Y Dios nos hace esta
invitación respetando nuestra libertad. Nunca nos va a forzar a nada. Nos
quiere libres y, como amigos suyos
–pues no somos siervos- nos extiende la invitación para tomar con mayor
decisión y con un amor más profundo nuestras respectivas cruces para seguirlo a
donde quiera que Él vaya. Aquí vale la pena meditar y leer con gran alegría
este texto del Apocalipsis (14, 1-5):
“Seguí
mirando, y había un Cordero, que estaba en pie sobre el monte Sión, y con él
ciento cuarenta y cuatro mil, que llevaban escrito en la frente el nombre del
Cordero y el nombre de su Padre. Y oí un ruido que venía del cielo, como el
ruido de grandes aguas o el fragor de un gran trueno; y el ruido que oía era como
de citaristas que tocan sus cítaras. Cantan un cántico nuevo delante del trono
y delante de los cuatro Vivientes y de los Ancianos. Y nadie podía aprender el
cántico, fuera de los ciento cuarenta y cuatro mil rescatados de la tierra.
Estos son los que no se mancharon con mujeres, pues son vírgenes. Éstos siguen
al Cordero a donde quiera que vaya, y han sido rescatados de entre los hombres
como primicias para Dios y para el Cordero, y en su boca no se encontró
mentira, no tienen tacha”.
¡Qué texto tan grandioso! Ahora bien, para recibir con
mayor claridad sus mensajes, que son múltiples, hay que hacer unos análisis.
Primero,
¿quiénes son estos 144,000? ¿Hay que interpretar literalmente este número? No,
de ninguna manera. Eso lo hacen los Testigos de Jehová. Nosotros, los
católicos, sabemos que el libro del Apocalipsis utiliza un lenguaje literario
especial. San Juan escribe en un estilo “apocalíptico-simbólico”. El número
144,000 representa 12 x 12 x 1000. Es decir, muy probablemente 12 tribus de
Israel, 12 Apóstoles (la unión de la Antigua y la Nueva Alianza) x 1000, que
simboliza “plenitud”. Por lo tanto, es mucha
gente, quizá muchísima. Son personas elegidas
por Dios que han respondido al llamado.
Segundo: el
texto dice que cantan “un cántico nuevo”. ¿Qué canto es? En el capítulo 5
versículo 9 del mismo Apocalipsis, se nos da la pista. Los cuatro Vivientes y
los veinticuatro Ancianos se postran ante el Cordero, y cantan un cántico nuevo
diciendo:
“Eres
digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y compraste
para Dios con su sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y razón; y has
hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de sacerdotes, y reinan sobre la
tierra”
Inmediatamente después, una multitud de miríadas y miradas
de millares y millares de ángeles dijeron con fuerte voz:
“Digno
es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la
fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”.
Aquí podemos observar un punto
climático dentro de la liturgia celestial. La Antigua y la Nueva Alianza se
suman para alabar y venerar al único Dios verdadero. Al Cordero, que sabemos
que es Jesús, los ángeles le cantan y lo alaban. Y su alabanza es perfecta
(simbolizado por el número 7, pues lo alaban atribuyéndole 7 cualidades). Y
unos capítulos después se observa al Cordero, curiosamente de pie sobre el
Monte Sión. En otras palabras, el Cordero es la cumbre de la revelación que
Dios inicia con el pueblo de Israel. Sión representa Israel. Jerusalén encuentra
su plenitud en el Cordero, aquel de quien San Juan Bautista dijo: “He ahí el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). El Cordero es un
animal muy manso que representa la misericordia y el amor del Padre por la
humanidad. Ese es su simbolismo específico: la misericordia. Pues bien, retomando el canto del capítulo 5, se le alaba
al Cordero diciéndole: “(…) porque fuiste degollado y compraste para Dios con
su sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y razón; y has hecho de ellos
para nuestro Dios un Reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra”.
Relacionando estos versos con el
capítulo 14, tal vez podemos concluir que estos 144,000 son sacerdotes no en el
sentido del sacerdocio ministerial,
sino en el sentido real. Recordemos
que con el Bautismo fuimos constituidos “sacerdotes, profetas y reyes”. ¿Y qué
es lo propio del sacerdocio real? La intercesión.
El sacerdote real, y todos como
laicos bautizados somos sacerdotes reales,
tenemos la vocación de interceder los unos por los otros. Con nuestras
oraciones intercedemos por los demás, por los que lo necesitan. En esto consiste
profundamente el sacerdocio real.
Además, estos 144,000 llevan “escrito en la
frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre” (14, 1). Aquí se señala
un amor de predilección muy fuerte de Dios por sus elegidos, aquellos que
fueron comprados por el Cordero con su sangre. Ya no le pertenecemos, por lo
tanto, al demonio. Somos propiedad de Dios. La sangre del Cordero ha sido el
precio. Y el Padre nunca va a despreciar el sacrificio de su Hijo por nosotros.
Ahora nos toca analizar un tercer
punto. El texto del Apocalipsis afirma, hablando de los 144,000: “Estos son los
que no se mancharon con mujeres, pues son vírgenes” (14, 4). ¿A qué se referirá
el Apóstol San Juan? Ciertamente no es un comentario machista o puritano. No
debemos interpretarlo materialmente. Aquí el Espíritu Santo nos habla con
símbolos bíblicos que tienen un significado muy preciso y poderoso a la vez. En
la Biblia, cuando Dios regaña a su pueblo Israel por caer en la idolatría,
utiliza la palabra “prostitución”. Israel, en efecto, se “prostituyó” en
múltiples ocasiones negando la adoración a Yahvé, el único Dios verdadero.
Basta con ver los capítulos 1 y 2 del profeta Oseas. Por otro lado, cuando el
texto habla de “vírgenes”, se refiere en primer lugar, a aquella persona que en su interior guarda la prioridad de la
adoración a Dios. Eso significa. La persona virgen es aquella que no cae en
prostitución, esto es, que no es idólatra. Hay que decirlo con mucha claridad:
Dios instituyó el matrimonio y bendice el amor entre un hombre y una mujer. El
amor conyugal de los esposos es un amor santo, puro, es fuente luz y de vida.
El amor conyugal es a su vez un ícono que simboliza el amor trinitario entre el
Padre y el Hijo, y este amor es tan santo y tan intenso que tiene como fruto a
otra persona divina, al Espíritu Santo. Los esposos que se aman y que aman
profundamente a Dios, en el fondo, son vírgenes.
A eso se refiere el texto bíblico. Y también el amor conyugal simboliza el amor
que hay entre Dios y su Iglesia. En efecto, todo el libro del Apocalipsis hace
referencia a las bodas del Cordero que se desposa con su Iglesia para siempre,
pues ha derramado su sangre por ella y Él la ha limpiado de todo pecado. “Yo te
desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho,
en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a
Yahvé (Os 2, 21-23).
Pasemos a una cuarta consideración. El texto citado del Apocalipsis concluye:
“Estos siguen al Cordero a dondequiera que vaya, y han sido rescatados de entre
los hombres como primicias para Dios y para el Cordero, y en su boca no se
encontró mentira, no tienen tacha” (Ap 14, 4). ¿Qué conclusiones podemos sacar
de este versículo? Creo que hay que subrayar dos cosas. Primero, estos 144,000
no tienen tacha. ¿Eso qué quiere decir? Hay que reconocer que todos somos
débiles y que todos somos pecadores. Eso es un hecho. Quien dice que está libre
de pecado, miente, dice San Juan en su primera carta. La clave está unas
palabras escritas poco antes. Hemos sido “rescatados” gracias a la sangre
derramada por nosotros. La sangre de Cristo es la que nos ha redimido, nos ha
lavado. En este sentido, somos “puros”, no por virtud propia, sino por fuerza y
virtud de la sangre del Cordero. ¡Esto es maravilloso! Vean cómo Dios ya no se
fija en el pecado de aquéllos que lo aman y que buscan sinceramente la
santidad. Para Él, somos puros. La sangre del Cordero nos ha limpiado de
nuestros pecados, y nos continúa limpiando cada vez que recurrimos humildemente
al sacramento de la confesión. Allí tenemos un encuentro íntimo con el Cordero.
El sacerdote, cuando nos da la absolución sacramental, en realidad nos está
bañando una vez más con la sangre del Cordero. Y el Padre no nos mira
directamente, sino que su mirada hacia nosotros, por decirlo con limitaciones,
pasa siempre por su Hijo, el Cordero. Por eso ante la mirada de Dios Padre
somos un pueblo de sacerdotes redimidos por el Cordero, donde nuestra justicia
y nuestra fuerza en realidad provienen de Él.
¿Qué podemos concluir? Varias ideas.
Jesús nos ama con locura y se quiere desposar, místicamente, con cada uno de
nosotros. Tenemos en la frente su nombre y el nombre del Padre. Le pertenecemos
a Dios. Nos ama tanto, que nos mandó a su Hijo para rescatarnos y redimirnos
con su sangre. Al dar la vida por nosotros, nos da la prueba más elocuente de
su amor, gratuito e incondicional. Ahora bien, es preciso no caer en idolatrarías.
Es necesario no mancharnos con la “prostitución” de la que habla la Biblia. Jesús
nos invita a ser en nuestro interior “vírgenes”, pues quiere que lo amemos sobre
todas las cosas, con toda nuestro corazón,
toda nuestra alma, todas nuestras fuerzas y toda nuestra mente (Cfr. Dt 6,
5). Quien ama a Dios así, es virgen. Y no tiene tacha. Está libre de pecado por
la gracia de la sangre del Cordero. En su boca no hay mentira. Por eso, sus
oraciones, con las que le suplica a Dios misericordia
por sus hermanos, aquellos que necesitan convertir sus corazones a Dios, son
escuchadas.
¿Y cuál es la manera más eficiente para
escapar de la idolatría? La adoración.