domingo, 16 de agosto de 2015


Adoración y el misterio
del sacerdocio real



            En las dos semanas anteriores, se analizó el misterio de la adoración. Sigamos adorando; continuemos buscando pequeños momentos para guardar silencio y escondernos un ratito en Dios. Cuando adoramos tocamos nuestra fuente, que es Dios, y nuestro espíritu puede respirar, puede sobrepasar el condicionamiento habitual y descansamos en Dios. En efecto, cuando nuestra alma respira gracias a la adoración, el Espíritu Santo nos puede regalar momentos de serenidad y de paz. No hablo de una “tranquilidad” psicológica, sino de una realidad mucho más profunda: una alegría, una paz que son un don directo de Dios. Podemos tener grandes preocupaciones e incluso fragilidades psicológicas; podemos estar en medio de luchas familiares o de pugnas en el trabajo; podemos estar “agitados”, nerviosos o muy estresados. Eso es normal. En la vida siempre habrá momentos difíciles, y otros momentos maravillosos en los que todo va muy bien. Es normal, así es la vida. Pero cuando adoramos, cuando nos refugiamos en Dios, nuestro principio y fuente, podemos experimentar una paz sobrenatural maravillosa.

Y eso hace toda la diferencia. Hay personas que, por no adorar, por no llevar una vida sacramental y de oración, se “hunden” por cualquier cosa. Se “ahogan en vasos de agua”, como dice el refrán. Son personas que con el tiempo no tienen esperanza, y eso es muy doloroso. Es gente que sufre internamente y se está desgarrando por dentro. No conocen o no han experimentado el amor maravilloso y gratuito de Dios. O no creen en Dios, o para ellos es un ente lejano, abstracto, una idea nada más, o también puede que se hayan quedado con una visión primitiva y equivocada de Dios: creen que Él es justiciero, castigador, vengativo, incluso malo. Y estas personas son las ovejas descarriadas, que han sido confundidas y arrastradas por el demonio hacia terrenos donde sólo hay tinieblas, donde no hay esperanza, donde la luz parece no brillar… Piensan que no hay remedio o que no hay escape a sus problemas. Están convencidos que así es la vida y ya. ¡No saben que hay un Salvador, un Redentor que nos ama y que ha dado su vida por ellos!
Los humanos no nos podemos salvar a nosotros mismos. Necesitamos un Redentor, alguien que nos dé fuerzas y nos dé un alimento espiritual que nutra nuestra alma. Y este Redentor es Jesús. Ya lo dijo el Apóstol San Pedro en medio de los escribas, ancianos y los Sumos sacerdotes Anás, Caifás, Jonatán y Alejandro, cuando lleno del Espíritu Santo se puso a predicarles sobre Jesús: “Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4, 12), les dijo con determinación.

            Como Misioneros de Conversión, estamos llamados a la santidad. Todo hombre y toda mujer, estemos sanos o enfermos, seamos ricos, pobres o de clase media, ancianos, niños, niñas, o seamos jóvenes, estamos llamados a la santidad. Todos. La santidad es un llamado para todo hijo de Dios, y Dios quiere que todos recibamos el Bautismo. Pero como Misioneros de Conversión, esta llamada a la santidad es quizá más urgente. ¿Por qué urgente? Porque estamos en una guerra espiritual por las almas de aquellos que no conocen el amor de Dios y que en consecuencia viven en medio de las tinieblas y de la desesperación más profunda. Y Dios nos hace esta invitación respetando nuestra libertad. Nunca nos va a forzar a nada. Nos quiere libres y, como amigos suyos –pues no somos siervos- nos extiende la invitación para tomar con mayor decisión y con un amor más profundo nuestras respectivas cruces para seguirlo a donde quiera que Él vaya. Aquí vale la pena meditar y leer con gran alegría este texto del Apocalipsis (14, 1-5):

“Seguí mirando, y había un Cordero, que estaba en pie sobre el monte Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que llevaban escrito en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre. Y oí un ruido que venía del cielo, como el ruido de grandes aguas o el fragor de un gran trueno; y el ruido que oía era como de citaristas que tocan sus cítaras. Cantan un cántico nuevo delante del trono y delante de los cuatro Vivientes y de los Ancianos. Y nadie podía aprender el cántico, fuera de los ciento cuarenta y cuatro mil rescatados de la tierra. Estos son los que no se mancharon con mujeres, pues son vírgenes. Éstos siguen al Cordero a donde quiera que vaya, y han sido rescatados de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero, y en su boca no se encontró mentira, no tienen tacha”.

¡Qué texto tan grandioso! Ahora bien, para recibir con mayor claridad sus mensajes, que son múltiples, hay que hacer unos análisis.

Primero, ¿quiénes son estos 144,000? ¿Hay que interpretar literalmente este número? No, de ninguna manera. Eso lo hacen los Testigos de Jehová. Nosotros, los católicos, sabemos que el libro del Apocalipsis utiliza un lenguaje literario especial. San Juan escribe en un estilo “apocalíptico-simbólico”. El número 144,000 representa 12 x 12 x 1000. Es decir, muy probablemente 12 tribus de Israel, 12 Apóstoles (la unión de la Antigua y la Nueva Alianza) x 1000, que simboliza “plenitud”. Por lo tanto, es mucha gente, quizá muchísima. Son personas elegidas por Dios que han respondido al llamado.

Segundo: el texto dice que cantan “un cántico nuevo”. ¿Qué canto es? En el capítulo 5 versículo 9 del mismo Apocalipsis, se nos da la pista. Los cuatro Vivientes y los veinticuatro Ancianos se postran ante el Cordero, y cantan un cántico nuevo diciendo:

“Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y compraste para Dios con su sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y razón; y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra”

Inmediatamente después, una multitud de miríadas y miradas de millares y millares de ángeles dijeron con fuerte voz:

“Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”.

            Aquí podemos observar un punto climático dentro de la liturgia celestial. La Antigua y la Nueva Alianza se suman para alabar y venerar al único Dios verdadero. Al Cordero, que sabemos que es Jesús, los ángeles le cantan y lo alaban. Y su alabanza es perfecta (simbolizado por el número 7, pues lo alaban atribuyéndole 7 cualidades). Y unos capítulos después se observa al Cordero, curiosamente de pie sobre el Monte Sión. En otras palabras, el Cordero es la cumbre de la revelación que Dios inicia con el pueblo de Israel. Sión representa Israel. Jerusalén encuentra su plenitud en el Cordero, aquel de quien San Juan Bautista dijo: “He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). El Cordero es un animal muy manso que representa la misericordia y el amor del Padre por la humanidad. Ese es su simbolismo específico: la misericordia. Pues bien, retomando el canto del capítulo 5, se le alaba al Cordero diciéndole: “(…) porque fuiste degollado y compraste para Dios con su sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y razón; y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra”.

            Relacionando estos versos con el capítulo 14, tal vez podemos concluir que estos 144,000 son sacerdotes no en el sentido del sacerdocio ministerial, sino en el sentido real. Recordemos que con el Bautismo fuimos constituidos “sacerdotes, profetas y reyes”. ¿Y qué es lo propio del sacerdocio real? La intercesión. El sacerdote real, y todos como laicos bautizados somos sacerdotes reales, tenemos la vocación de interceder los unos por los otros. Con nuestras oraciones intercedemos por los demás, por los que lo necesitan. En esto consiste profundamente el sacerdocio real.

Además, estos 144,000 llevan “escrito en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre” (14, 1). Aquí se señala un amor de predilección muy fuerte de Dios por sus elegidos, aquellos que fueron comprados por el Cordero con su sangre. Ya no le pertenecemos, por lo tanto, al demonio. Somos propiedad de Dios. La sangre del Cordero ha sido el precio. Y el Padre nunca va a despreciar el sacrificio de su Hijo por nosotros.

            Ahora nos toca analizar un tercer punto. El texto del Apocalipsis afirma, hablando de los 144,000: “Estos son los que no se mancharon con mujeres, pues son vírgenes” (14, 4). ¿A qué se referirá el Apóstol San Juan? Ciertamente no es un comentario machista o puritano. No debemos interpretarlo materialmente. Aquí el Espíritu Santo nos habla con símbolos bíblicos que tienen un significado muy preciso y poderoso a la vez. En la Biblia, cuando Dios regaña a su pueblo Israel por caer en la idolatría, utiliza la palabra “prostitución”. Israel, en efecto, se “prostituyó” en múltiples ocasiones negando la adoración a Yahvé, el único Dios verdadero. Basta con ver los capítulos 1 y 2 del profeta Oseas. Por otro lado, cuando el texto habla de “vírgenes”, se refiere en primer lugar, a aquella persona que en su interior guarda la prioridad de la adoración a Dios. Eso significa. La persona virgen es aquella que no cae en prostitución, esto es, que no es idólatra. Hay que decirlo con mucha claridad: Dios instituyó el matrimonio y bendice el amor entre un hombre y una mujer. El amor conyugal de los esposos es un amor santo, puro, es fuente luz y de vida. El amor conyugal es a su vez un ícono que simboliza el amor trinitario entre el Padre y el Hijo, y este amor es tan santo y tan intenso que tiene como fruto a otra persona divina, al Espíritu Santo. Los esposos que se aman y que aman profundamente a Dios, en el fondo, son vírgenes. A eso se refiere el texto bíblico. Y también el amor conyugal simboliza el amor que hay entre Dios y su Iglesia. En efecto, todo el libro del Apocalipsis hace referencia a las bodas del Cordero que se desposa con su Iglesia para siempre, pues ha derramado su sangre por ella y Él la ha limpiado de todo pecado. “Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahvé (Os 2, 21-23).

            Pasemos a una cuarta consideración. El texto citado del Apocalipsis concluye: “Estos siguen al Cordero a dondequiera que vaya, y han sido rescatados de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero, y en su boca no se encontró mentira, no tienen tacha” (Ap 14, 4). ¿Qué conclusiones podemos sacar de este versículo? Creo que hay que subrayar dos cosas. Primero, estos 144,000 no tienen tacha. ¿Eso qué quiere decir? Hay que reconocer que todos somos débiles y que todos somos pecadores. Eso es un hecho. Quien dice que está libre de pecado, miente, dice San Juan en su primera carta. La clave está unas palabras escritas poco antes. Hemos sido “rescatados” gracias a la sangre derramada por nosotros. La sangre de Cristo es la que nos ha redimido, nos ha lavado. En este sentido, somos “puros”, no por virtud propia, sino por fuerza y virtud de la sangre del Cordero. ¡Esto es maravilloso! Vean cómo Dios ya no se fija en el pecado de aquéllos que lo aman y que buscan sinceramente la santidad. Para Él, somos puros. La sangre del Cordero nos ha limpiado de nuestros pecados, y nos continúa limpiando cada vez que recurrimos humildemente al sacramento de la confesión. Allí tenemos un encuentro íntimo con el Cordero. El sacerdote, cuando nos da la absolución sacramental, en realidad nos está bañando una vez más con la sangre del Cordero. Y el Padre no nos mira directamente, sino que su mirada hacia nosotros, por decirlo con limitaciones, pasa siempre por su Hijo, el Cordero. Por eso ante la mirada de Dios Padre somos un pueblo de sacerdotes redimidos por el Cordero, donde nuestra justicia y nuestra fuerza en realidad provienen de Él.

            ¿Qué podemos concluir? Varias ideas. Jesús nos ama con locura y se quiere desposar, místicamente, con cada uno de nosotros. Tenemos en la frente su nombre y el nombre del Padre. Le pertenecemos a Dios. Nos ama tanto, que nos mandó a su Hijo para rescatarnos y redimirnos con su sangre. Al dar la vida por nosotros, nos da la prueba más elocuente de su amor, gratuito e incondicional. Ahora bien, es preciso no caer en idolatrarías. Es necesario no mancharnos con la “prostitución” de la que habla la Biblia. Jesús nos invita a ser en nuestro interior “vírgenes”, pues quiere que lo amemos sobre todas las cosas, con toda nuestro corazón, toda nuestra alma, todas nuestras fuerzas y toda nuestra mente (Cfr. Dt 6, 5). Quien ama a Dios así, es virgen. Y no tiene tacha. Está libre de pecado por la gracia de la sangre del Cordero. En su boca no hay mentira. Por eso, sus oraciones, con las que le suplica a Dios misericordia por sus hermanos, aquellos que necesitan convertir sus corazones a Dios, son escuchadas.


¿Y cuál es la manera más eficiente para escapar de la idolatría? La adoración.


domingo, 9 de agosto de 2015


Sobre la adoración (parte II)



Las semana pasada platicábamos sobre el misterio de la adoración, uno de los puntos vitales y centrales del cristianismo y de nuestra vida de fe. Es esencial adorar, pues con la adoración vivimos en carne propia, en cierta manera, el misterio divino. “Respiramos” a Dios y nos ponemos en su presencia. Si todos hiciésemos 7 actos de adoración durante el día, nos haríamos unos contemplativos; y nuestras vidas cambiarían en varias cosas que dependen de nuestra libertad y de las decisiones que tomamos. Porque si oramos frecuentemente, el Espíritu Santo nos comienza a iluminar también con mayor frecuencia e intensidad. Y quien no ora no le permite al Espíritu Santo actuar en su vida.

Y estamos todos llamados a la contemplación, a ser santos en medio de este mundo. Todo hijo de Dios recibe la invitación, a través del sacramento del bautismo, a tener una unión íntima de corazón a corazón con Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, tres personas, un solo Dios. Cuando adoremos, hagámoslo como lo dijo Jesús: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto […]” (Mt 6, 6).

Para los Carmelitas el estar un tiempo en la celda (su cuarto individual) es muy importante. La celda es el lugar del encuentro con Dios. Si lo vemos materialmente, una celda de cualquier monje debe ser austera y no tener distracciones para poder adorar. Ellos tienen voto de pobreza. Con los laicos sucede algo diferente, pues como tal no tenemos voto de pobreza, aunque no obstante estamos llamados por Dios a no estar apegados y obsesionados con los bienes materiales, pues se pueden convertir en una verdadera distracción e incluso en un tipo de idolatría si nuestros corazones están apegados a éstos. La Iglesia nos pide moderación y generosidad en el uso de los bienes materiales, y nos permite vivir dignamente y hasta con decoro. Es bueno tener bienes materiales y estar en condiciones de proporcionarle a nuestras familias todo lo necesario para vivir bien, e incluso cómodamente. Eso no tiene nada de malo. Lo importante es ser inteligentes y no dejarnos atrapar por la superficialidad y la frivolidad, pues nos podemos volver insensibles ante el sufrimiento de los pobres, de los enfermos, de los que viven en las periferias existenciales, como dice el Papa Francisco. Y un cristianismo que se olvida de los pobres en realidad deja de ser cristianismo. Se convierte en otra cosa. Pero deja de ser el cristianismo predicado por Jesús. Hay que disfrutar los bienes que Dios nos ha dado, no olvidemos nunca que Él nos los ha dado, y también poner estos bienes (sean materiales, u otros talentos) al servicio de los pobres. Por eso, cuando oramos, debemos preguntarnos: “¿Qué me pide Dios? ¿Soy suficientemente generoso? ¿De qué me debo despojar que me impide estar más cerca de mi Creador?”

Recordemos esto bien: no dejemos que nada ni que nadie sea un obstáculo para vivir plenamente nuestra vocación a la santidad, a la unión íntima con Jesús. El demonio es astuto, y nos pone muchas piedras en el camino. ¿Qué piedras puedo identificar de las que me puedo despojar? Puede ser un vicio, puede ser un pecado oculto, puede ser la pereza o la soberbia, puede ser el tener un(a) amante secreto(a), o simplemente puede ser la idolatría que le tengo al poder, al dinero, al éxito. Es bueno querer buscar el éxito. Es bueno querer producir riqueza. Pero si estas metas pasan por encima de Dios o de otras prioridades naturales como el cuidado de la propia familia, cuidado, puede que estemos cayendo en actitudes y en pecados de idolatría, y eso son barreras que le ponemos al Espíritu Santo. Pidámosle al Espíritu Santo que nos vaya purificando, que nos enseñe a ver la luz y a seguirla. Que nos ayude a irnos deshaciendo de nuestros egoísmos. A veces es un proceso lento, cada quien va hacia Dios en un ritmo diferente. La clave es querer. Dios mira la intención de nuestros corazones. Y si nuestra intención es pura, Él puede actuar. Y nos dará la gracia de dar pasos en la dirección correcta, aunque sean pasos muy pequeños. Lo importante es que uno quiera, que uno desee ser movido por el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es un gran caballero. Respeta nuestra libertad. No nos va a forzar ni a coaccionar para hacer o dejar de hacer algo. Nos ama tanto que respeta incluso la decisión de una persona que libremente decide irse al infierno. Porque eso sí: nadie se va al infierno por accidente. Uno se va porque decidió decirle a Dios en múltiples ocasiones y de manera deliberada y continua: “No me importas. Yo solito me puedo salvar. Vete de mi vida”. ¡Qué duro es esto! ¡Qué difícil y doloroso es saber que hay gente que así piensa y así actúa. Como Misioneros de Conversión, con nuestras oraciones, sacrificios, ayunos, mortificaciones, nuestra paciencia, vida de santidad, comuniones recibidas, y haciendo nuestro trabajo bien por amor a Dios, lo que buscamos es arrebatarle estas almas al demonio y entregárselas a Dios. Queremos y buscamos que estas personas sean inundadas de gracias de Dios, que reaccionen y le digan al Espíritu Santo: “Sí quiero. Deseo ser tuyo. ¡Jesús, ayúdame! ¡No puedo solo”. Ese es nuestro apostolado.

En el libro del Apocalipsis, el Apóstol San Juan tiene una visión maravillosa que utiliza muchos simbolismos poderosos. Cito un párrafo (Ap 4, 9-11):

“Y cada vez que los Vivientes dan gloria, honor y acción de gracias al que está sentado en el trono y vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro Ancianos se postran ante el que están sentado en el trono y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y arrojan las coronas delante del trono, diciendo:

Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo; por tu voluntad existe y fue creado”.

Rescato el simbolismo de los Ancianos. Son 24. Quizá son un signo de las 12 tribus de Israel y los 12 Apóstoles. La Antigua y la Nueva Alianza se unen en la adoración a Dios en la liturgia celestial cuando haya ocurrido la segunda venida de Cristo. Y estos Ancianos, cuando se postran para adorar, se quitan la coronas, las arrojan. Esto es muy bello, porque a través de este símbolo, San Juan nos dice que para adorar a Dios, hay que quitarnos nuestras coronas, es decir, nuestras funciones, nuestros logros, nuestros éxitos. Ante el trono de Dios, todos somos iguales. Salvo María, nadie tiene prerrogativas especiales. Por eso cuando adoramos necesitamos ser muy pobres de espíritu, quitarnos nuestra soberbia, hacernos pequeñitos ante Dios.

Dios nos hace sus hijos

A través de la adoración, nuestros corazones pueden y deben palpitar al ritmo de Dios. Eso es la vida divina. Y estamos llamados a compartir con Dios su misma vida divina. Jesús nos abrió las puertas a este misterio maravilloso. Dios nos hizo sus hijos y nos ha compartido, a través de la gracia, su propia vida. ¡Que maravilloso! ¡Dios nos diviniza! Con Él, tenemos una dignidad nunca antes pensada.

Ninguna otra religión dice lo mismo. Para los judíos, uno no es hijo de Dios. Uno es siervo, elegido y preferido, eso sí, pero siervo de la ley y de la alianza. Con los musulmanes uno es “esclavo” de Dios. Y la relación que hay entre Allah y un musulmán es similar a la que hay entre un amo y su perro. Así lo dice el Corán. Con los cristianos sucede algo totalmente diferente. Y recordemos que solamente la plenitud de la verdad y de la revelación subsisten plenamente en la Iglesia católica. Incluso nuestros hermanos separados (protestantes y evangélicos), que tienen la Biblia y aman sinceramente las Sagradas Escrituras, y aunque son cristianos como nosotros, la verdad revelada no subsiste plenamente en sus comunidades eclesiales.[1] ¿Por qué? Porque han hecho a un lado a la Tradición de la Iglesia, y, por lo mismo, al Magisterio. Han quitado ciertas verdades importantísimas que vienen en la misma Biblia (como el primado de Pedro y de los papas, la Eucaristía, la sucesión apostólica, a María, por poner únicamente 4 ejemplos). La Iglesia de Cristo sólo subsiste en la Iglesia católica.[2]

Ese es un término muy inteligente del Concilio Vaticano II. Y también los Padres conciliares acuñaron otro para referirse a las religiones no cristianas cuando decían que en muchas otras religiones podían existir algunos elementos verdaderos que reflejan, a modo de vestigio a veces lejano y obscuro, ciertas verdades sobre Dios. Hay cosas maravillosas en el Hinduismo y en el Islam, seguramente, pero estas intuiciones rescatables vienen mezcladas también con muchos errores. Los Padres conciliares decían que la filosofía y otras religiones tienen Semina verbi, es decir, semillas del Verbo (en griego y siguiendo a San Justino mártir: Spermatikos Lógos). Estas “semillas del verbo” serían elementos de verdad que Dios mismo insertó en todas las culturas para que, en algún momento, cuando los evangelizadores y misioneros llegasen a esos países paganos, lejanos y remotos, tuviesen más facilidad en convertirlos a la fe católica. Y los paganos verían en Jesús a quien lleva a la plenitud verdadera sus propias religiones y culturas que escondían ciertas intuiciones verdaderas.

Es impresionante ver cómo Dios, teniendo como elegido al pueblo de Israel, no obstante no se olvidó de los demás pueblos y naciones. Lo dice Él mismo: “También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor” (Jn 10, 16). En las palabras mismas del Concilio Vaticano II en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium (no. 16):


“Ni el mismo Dios está lejos de otros que buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de Él la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2,4). Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna [33]. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio [34] y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida. Pero con mucha frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se envilecieron con sus fantasías y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la criatura más bien que al Creador (cf. Rm 1,21 y 25), o, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, se exponen a la desesperación extrema. Por lo cual la Iglesia, acordándose del mandato del Señor, que dijo: «Predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), procura con gran solicitud fomentar las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de todos éstos”.

A modo de conclusión: No dejemos que nada ni que nadie sea un obstáculo para vivir plenamente nuestra vocación a la santidad, a la unión íntima con Jesús. Encontremos un rincón en nuestras casas y en nuestras oficinas para que sea el lugar del “encuentro” del que hablábamos más atrás. En ese sentido, seamos unos laicos-carmelitas. Multipliquemos en nuestras jornadas los momentos del encuentro con Jesús a través de la adoración. Adoremos continuamente. Y así, nuestro amor por Dios crecerá y crecerá, y Él nos invitará a su recinto sagrado, y nos compartirá sus secretos.



[1] Congregación para la Doctrina de la fe, Respuestas a algunas preguntas de ciertos aspectos de la doctrina de la Iglesia (2007): “Aunque se puede afirmar rectamente, según la doctrina católica, que la Iglesia de Cristo está presente y operante en las Iglesias y en las Comunidades eclesiales que aún no están en plena comunión con la Iglesia católica, gracias a los elementos de santificación y verdad presentes en ellas, el término "subsiste" es atribuido exclusivamente a la Iglesia católica, ya que se refiere precisamente a la nota de la unidad profesada en los símbolos de la fe (Creo en la Iglesia "una"); y esta Iglesia "una" subsiste en la Iglesia católica”.
Véase:
http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20070629_responsa-quaestiones_sp.html
[2] Véase Lumen Gentium 8; y la declaración Dominus Iesus. Cfr. http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20000806_dominus-iesus_sp.html

domingo, 2 de agosto de 2015


El misterio de la Adoración



En los dos domingos anteriores, hemos reflexionado sobre la tentación y sobre los mecanismos que el demonio utiliza para manipularnos cuando no estamos en estado de gracia. Como Misioneros de Conversión, es muy importante analizar esto, pues cuando se hace combate espiritual, hay que ser inteligentes con respecto a las armas que el Maligno puede usar en contra nuestra.

Sin embargo, hoy vamos a estudiar un tema mucho más importante, que está en la raíz de nuestra fe católica: la adoración.

¿Qué es la adoración? ¿Qué significa “adorar”? Como cristianos, es muy importante recordar y, sobre todo, vivir el misterio de la adoración. Hay muchos católicos que no saben qué es la adoración.

Adorar consiste en postrarnos ante Dios y reconocerlo como nuestra fuente y como nuestro creador. Nuestras almas han sido creadas directamente por Dios. De Él venimos y a Él vamos a regresar. Cuando adoramos, nos ponemos en contacto directo con Dios a través de las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. Él nos dio la vida. Pues bien, con la adoración, nuestra alma de algún modo respira a Dios y estamos con Dios.

Todos sabemos cómo hacer oración. Cuando éramos niños nuestros padres y nuestros catequistas nos enseñaron una serie de oraciones, como el Padre nuestro, el Ave María, el Credo, jaculatorias, devociones, etc. Eso está muy bien. Cuando recitamos oraciones de memoria o las leemos, estamos haciendo oración vocal, lo cual es maravilloso. Sin embargo, como cristianos no nos podemos quedar toda la vida haciendo únicamente oración vocal. Hay que ir más allá. Jesús nos invita a una oración más interior, más íntima. Por eso, también muchos católicos también hacen oración llamada mental.

La oración mental consiste en dialogar con cualquiera de las personas de la Santísima Trinidad, con María o con un santo, de corazón a corazón. Ya no seguimos una oración escrita o unas fórmulas previamente redactadas, sino que con mayor libertad y espontaneidad platicamos en nuestro corazón con Dios, con María o con un santo, por ejemplo. Ésta es la oración mental.

La adoración es similar a la oración mental pero va todavía más lejos. Podemos adorar hablando en nuestro interior con Dios y reconocerlo como nuestro creador. Pero también podemos adorar sin tener que decir nada. Solamente nos ponemos en la presencia de Dios y, en el silencio, nos podemos frente a Él. Y descubrimos que Él es verdadero, que es fuente de nuestras vidas, y que nos ama.

Cuando amamos a una persona, continuamente nos gusta decirle que le queremos. Y eso es muy bueno. Pero también podemos estar en silencio con esa persona, y ese silencio no es un silencio incómodo. Muy al contrario. Es un silencio de amor, donde disfrutamos la presencia de la persona amada. Y ya. Es todo. Y eso también es maravilloso.

Con la adoración sucede algo análogo. Nos podemos ante Dios, ante su presencia amorosa, y establecemos un diálogo íntimo con nuestro creador. Y puede ser un diálogo con palabras, o también un diálogo silencioso, donde se respira amor, fe y esperanza.

Cuando adoramos, estamos haciendo un acto de amor radical, porque estamos remontando a nuestro principio, a nuestra fuente, a nuestra raíz. Nos podemos cara a cara con Dios y nos podemos en sus manos. Es un acto de abandono radical, profundo, íntimo. Es un gesto de atención para con Dios. Reconocemos que somos creaturas y que de él dependemos. Y esta es una dependencia que curiosamente nos libera. ¿A qué me refiero con que la adoración nos libera?

Todos vivimos una serie de circunstancias muy particulares. Todos tenemos problemas y temas por resolver. Vivimos en un contexto muy específico. A esto le llamamos el condicionamiento. Somos seres libres, pero hay factores internos y externos que condicionan nuestra libertad. A veces la potencian o a veces dificultan el ejercicio de nuestra libertad. Eso es normal.

Pero a veces nuestro condicionamiento puede ser muy fuerte, y nos puede restar libertad (sin nunca anularla del todo). Cuando experimentamos una serie de problemas, por momentos podemos sentir que éstos nos sofocan, y no sabemos ya ni quiénes somos ni qué queremos en la vida. Hay casos extremos, y todos pasamos por crisis fuertes durante nuestras vidas.

Pues bien, con la adoración de algún modo experimentamos una gran libertad con respecto a este condicionamiento. La adoración crea una intimidad muy fuerte con Dios, y, como estamos en su presencia, de algún modo estamos más allá del tiempo. Dios es eterno, y al respirarlo, tocamos la eternidad. La adoración nos libera del condicionamiento y permite que podamos decidir y pensar con mayor autonomía.

Nuestra personalidad auténtica se despliega cuando adoramos. Quien no adora vive esclavizado en su condicionamiento, y por eso no puede ver más allá de sus problemas y de lo que le preocupa. Cuando adoramos con frecuencia, se activan en nosotros con mayor fuerza las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, y por eso nos hacemos más autónomos y más libres.

La fe nos permite ver las cosas como Dios las ve (lo que implica ir más allá de nuestra mirada meramente humana).

La esperanza nos permite saber profundamente que Cristo ha resucitado, y que no importa todo lo que suframos en esta vida, nuestra patria verdadera es el Paraíso, es la visión beatífica, es estar cara a cara con Dios en el Reino de los Cielos. Estamos de paso en esta vida material, somos peregrinos. Nuestra mirada debe estar en el Paraíso. Y cuando adoramos como que tenemos un pie en el Paraíso y el otro aquí en este mundo. Con la adoración podemos experimentar, de modo imperfecto, claro está, unas “gotitas” de lo que será nuestra vida en la eternidad con Jesús y con María.

Por último, la adoración nos permite ver al prójimo y amarlo como Jesús les ama. Eso es la caridad profundamente: amar como Jesús ama; perdonar como Jesús perdona; darnos a nuestra familia y a nuestros amigos como Jesús se entrega por ellos.

Jesús le dice a la Samaritana: “Llega la hora (ya estamos en ella), en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (cf. Jn 4, 23).

Jesús nos invita a ser adoradores del Padre. Nos quiere dar esa “agua viva” que “quita la sed” (cf. Jn 4, 10). Se nos quiere dar con mayor plenitud, y la única manera de entrar al recinto del Padre, es a través de la adoración. Con la adoración, Dios nos revela sus secretos, nos instruye Él mismo, y ahora podemos ver las cosas, pensar los problemas, de una manera nueva, distinta.

¿Cómo adorar?

Lo mejor es comenzar nuestro día, una vez que nos despertamos, con un acto de adoración. Así nuestra alma se alimenta antes que nuestro cuerpo. Antes de dormirnos, puede venir otro acto de adoración. Y varias veces durante el día, podemos hacer varios actos de adoración. Quizá cuando cambiamos de actividad.

El Padre Marie-Dominique Philippe, o.p., fundador de la Comunidad San Juan, recomendaba hacer 7 actos de adoración durante el día, todos los días. ¿Por qué siete? Así como los monjes benedictinos rezan los oficios (los salmos) siete veces al día, los laicos podemos hacer lo mismo pero de acuerdo a nuestras circunstancias. No todos tenemos el tiempo de rezar los salmos varias veces al día.

Un acto de adoración puede durar el tiempo que queramos. Sintámonos libres sobre este tema. Si tenemos tiempo, podemos hacerlo de 10 ó 15 minutos; si tenemos menos tiempo, podemos hacer verdaderos actos de adoración de 3 minutos. La clave es que nos pongamos en presencia de Dios, y le entreguemos todo. Nos podemos en sus manos. Y nos abandonamos a Él.

Todo cambia cuando una adora. Le da ritmo a nuestro día. Nos llenamos del Espíritu de Dios. Podemos “respirar” espiritualmente. Nos devuelve la alegría. “¡Haz la prueba, y verás qué bueno es el Señor!”

Si podemos, es conveniente incluso expresar la adoración con nuestro cuerpo. Nos podemos “postrar” en el piso ante Dios. El cuerpo nos puede ayudar a adorar si incluso éste refleja lo que sucede en nuestro corazón. Casi casi como si fuéramos musulmanes (los musulmanes copiaron esto de los cristianos, pues el Islam copió muchas cosas de los cristianos de Arabia).

Concluimos con unas palabras del P. Marie-Dominique Philippe, de su libro “Seguir al Cordero, vol. I, p. 20-21):


“Recordemos la palabra de Nuestro Señor: cuando quieran edificar una casa –y todos edificamos una casa: nosotros, el templo de Dios (Cf. 1 Co 3, 16-17; 6, 19), no la edifiquen sobre arena movediza porque entonces se hundirá. Descubran la roca y edifíquenla sobre ella (cf. Mt 7, 24-27). Adorar es precisamente descubrir la roca, es descubrir ese contacto profundo con Dios, ese núcleo íntimo por el que dependemos de Él; es descubrir la presencia del Creador en lo más profundo de nuestro ser. Dios –según aquella expresión tan grande de San Agustín- está presente más íntimamente a nosotros que nosotros mismos. Es cierto, porque Dios toma posesión  de nosotros interiormente, no hay distancia entre Él y nosotros. Se trata, pues de descubrir esta presencia, de descubrir esta fuente, la ‘fuente de agua borbotante’ (cf. Jn 4, 14), porque Dios es la fuente primera de donde brotan toda luz y todo amor, de donde todo ser proviene”.